ALVARO MUTIS: VIDA Y OBRA
Álvaro Mutis nació en Bogotá hace
90 años y un mes, el 25 de agosto de 1923, “día de San Luis Rey de Francia”,
como a él mismo le gustaba recordarlo con énfasis y un recóndito orgullo. Pasó
casi toda su infancia entre Bélgica y Francia, cuando su papá, Santiago Mutis
Dávila, trabajaba en la legación del gobierno colombiano ante Bruselas. Allá
conoció Álvaro su amor por el mar, por el puerto de Amberes, por París y por la
lengua y la literatura francesas.
Pero al morir su padre y luego su abuelo, con
quien su mamá y él se habían quedado en Europa, regresó a Colombia en un enorme
buque, un transatlántico que muchos años después recordaría como un palacio
flotante sobre el que atravesó el canal de Panamá hasta llegar a Buenaventura.
Del puerto subió la cordillera para instalarse otra vez en su país, un país que
todavía no era el suyo; la infancia es la única patria que hay.
Entonces se produjo uno de los hechos más
perdurables y definitorios en la vida de Álvaro Mutis, en su obra como poeta y
narrador: su reencuentro con el trópico, con lo que él llamaba “la tierra
caliente”: la vegetación desbocada del Tolima, con sus árboles enormes de
frutos prohibidos, sus cafetales, sus ríos abrasadores que bajaban desde el
alto de La Línea hasta caer en el valle, y en cuyas aguas Mutis dijo siempre
que había descubierto el paraíso, el paraíso perdido y recobrado.
Allí, en la hacienda de Coello que acababa de
heredar su mamá y donde él pasaba las horas en una hamaca leyendo a Julio
Verne, Álvaro Mutis descubrió también algo que luego latiría en cada una de sus
palabras, en sus poemas y en sus novelas y relatos: el poder corrosivo y
nostálgico de la naturaleza, la manera en que el tiempo se sirve de ella para
consumirnos a todos. Los elementos del desastre.
Pero la felicidad nunca es completa ni eterna
–el otro gran tema de Mutis, la desesperanza– y pronto tuvo que dejar sus
cafetales y sus ríos para ir a Bogotá, una ciudad que lo aburría en el alma por
su clima, por su vocación colonial, por la manera en que hablaba su gente, como
entre susurros; como si toda la ciudad fuera una iglesia. Entró entonces al
Colegio del Rosario, donde, según sus propios recuerdos, leía cada vez más y
estudiaba cada vez menos, rescatado del aburrimiento de las aulas solo por las
clases de literatura de Eduardo Carranza.
A los 17 años Mutis tenía muy claro que era
mejor estar en los billares que estar en el colegio, y así se lo hizo saber al
rector del Rosario, monseñor Castro Silva. “Mire, monseñor –le dijo–: yo tengo
cosas muy importantes que hacer como para seguir perdiendo mi tiempo aquí…”.
Esas cosas eran el providencial billar y la poesía, los libros que solo se
pueden leer por fuera de la escuela. La vida.
Así empezó Álvaro Mutis su vida de verdad, a
los 18 años: como actor de teatro en Chapinero y como locutor nocturno de la
Radiodifusora Nacional, donde un marido celoso una vez casi lo mata (la
anécdota la contó Gabriel García Márquez, su mejor amigo), pensando que los
comerciales que el joven poeta leía iban con mensajes cifrados para su esposa.
Fue allí, en esa cabina, donde Mutis empezó también a escribir sus primeros
textos, unos juegos a medio camino entre la poesía y la ficción que acusan la
influencia indudable del surrealismo, que entonces lo fascinaba.
Luego, cuando después de pensionarse de sus
varios y truculentos oficios Álvaro Mutis empezó a escribir de una sola sentada
7 novelas, de 1986 a 1993, Maqroll saltó de la poesía a la narrativa para
demostrar que en su caso no había ninguna frontera entre la una y la otra, que
siempre sería el mismo gaviero desastrado en la tierra caliente o en el mar,
que vivir también es sobrevivir. “No olvides su rostro. Amén.”
En 1959, luego de tres años de estar viviendo
en México, Álvaro Mutis pasó 15 meses encerrado en el Palacio de Lecumberri, en
el D. F. Lo acusaban de haber malversado fondos de la Esso cuando era su jefe
de relaciones públicas en Colombia, financiando con esa plata los excesos de
sus amigos; “un crimen que todos cometimos y solo él pagó”, dijo García Márquez
alguna vez. Allí adentro escribió uno de los mejores relatos históricos de
todos los tiempos, La muerte del estratega, confirmando lo que decía su amigo
Miguel de Ferdinandy –el gran historiador– de la visión del pasado de Mutis:
que muchas veces la poesía y la ficción cuentan mejor la historia que la
historia misma.
El mejor de los amigos, el provocador más
eficaz de lecturas prohibidas. Reaccionario, monárquico, legitimista y
presidente vitalicio de una organización mundial y secreta para acabar con
Julio Iglesias. Maestro de tantos que somos lo que somos en parte gracias a él.
Me dicen que Álvaro Mutis se murió ayer en
México, que se le paró el corazón. Lo primero lo creo, lo segundo jamás.
“Duerme el guerrero, solo sus armas velan.”
Tomado de “EL TIEMPO.COM”. Juan Esteban Constaín.